EL HOMBRE COMÚN O DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Hace tiempo que arraigamos el progreso como una necesidad para nuestro desarrollo. Las soluciones o verdades que en su tiempo funcionaron no permanecen, porque todo lo elaborado por el ser humano necesita un principio y un final. Contamos los días de manera lineal y recordamos siguiendo una estructura de tiempo. No hay más. Creamos ya con la idea de que algún día nos fallará.

No distinguimos, humanizamos.

            Sea o no el desarrollo una necesidad pura, está claro que el cambio persiste, ya sea natural o artificial. El día necesita de la noche para ser distinguido, la primavera del invierno, las piedras de las rocas,… Y no siempre llegamos a vivir la vida que siempre deseamos por miedo al cambio.

 

Me he topado con personas que desisten de la idea del cambio. Que en algunos momentos es innecesario. Y aunque por una parte comprenda sus palabras, no puedo evitar oirlas o leerlas con miedo. No por mí, sino porque estas tiemblan.

            El temor a los avances es persistente, de ahí que a medida que vamos creciendo solemos recordar con añoranza y tachamos de incompetente los presentes acontecimientos. El empeño a argumentar una postura elaborada explícitamente para derrocar un avance que vemos innecesario, es dar la espalda a lo inevitable.

 

No cualquier avance es capaz de saciar los caprichos del alma. Dudo que el progreso industrial acontecido hace dos siglos, cumplieran con el ambiente propicio para abastecer lo inmaterial.

 

 Como no se había comprometido con el tiempo, el tiempo se apartó de su camino y suspiraba a distancia, porque no podía con él.

            Henry David Thoreau, Walden, edición Catedra, Letras Universales. [Conclusión], (pág. 350).

Si hacemos un repaso a la historia hay dos miedos que persiguen nuestra raza: el olvido y la innecesidad de nuestra existencia.

            Por eso el caminar con pasos firmes, para complacernos y hacer ver que tenemos algo para los demás. Y resulta que es ese continuo malestar de hacer saber lo que nos arraiga tanto a una débil interacción que acaba por unirnos a aquello de lo que queremos huir.

 

Las ambiciones de nuestros espíritus no quedan más allá del cielo. Y nuestro carácter antropocéntrico no siempre nos ayuda a escoger el camino del deseo. No porque seamos inconscientes ni desconozcamos nuestras preferencias, sino porque el conjunto ya nos ha otorgado una función y es su incumplimiento lo que nos hace sentir innecesarios. Aquel que se descarrila de la villa aprende mucho más del campo aunque eso le lleve a echarla en falta.

A veces no es cuestión de hacer saber sino de preguntarse sin normalizar, ¿por qué comparto emociones y etapas con personas que no conozco de nada? No sé si es la unión de la industrialización o la convivencia la que nos ha hecho monótonos. Tal vez va siendo el momento de estimular nuestra capacidad de adaptación que ha pasado a ser una virtud a una habilidad para los más embusteros. El imitar del canto de un ruiseñor o el derecho a creernos la especie dominante.

Al final el problema se va a hallar en nuestra capacidad de adaptación que, a excepción de la supervivencia, no tiene otro objetivo.

 

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